CONTRASTES URBANOS

Dos cadáveres ilustres: recuerdos de Felipe González Toledo sobre el 9 de abril de 1948

Posted in Uncategorized by contrastesurbanos on 29 octubre 2009

La muerte del asesinoCon un cigarrillo Pielroja encendido al filo de la boca, Felipe González Toledo –singular cronista policíaco del decenio del cuarenta-, remataba su cotidiana crónica escrita en su vieja máquina Remington. El mecánico ruido del tecleo en la sala de redacción de El Espectador era algo común y corriente en medio de los afanes de sus colegas. Con un cenicero al lado y con sus dedos en las teclas, González Toledo cerraba su crónica en la que relataba que el doctor Jorge Eliécer Gaitán había defendido al teniente Jesús Cortés, quien asesinó al periodista Eudoro Galarza en la ciudad de Manizales. Resultó insólito que el juez hubiera absuelto al militar por matar a un periodista en defensa del “honor militar”.

A la una de la mañana del 9 de abril de 1948, la tribuna aclamó al doctor Gaitán por la pulcra defensa de su cliente Jesús Cortés; era noticia lo que había sucedido y la sociedad merecía saberlo. Esa fría madrugada, el ‘Negro Gaitán’ regresó tranquilo en su Buick verde a su casa del barrio Teusaquillo.

En medio de la abstracción de González Toledo mientras escribía sobre el triunfo jurídico de Gaitán, llegó a sus oídos una trágica noticia que cambió el rumbo del país: a la 1:05 p.m. del 9 de abril de 1948 fue asesinado en Bogotá el caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. La radio encendida, dijo con vehemencia que el jefe del liberalismo había sido baleado por un policía ‘chulavita’ ordenado por el gobierno de Ospina Pérez. El ruido cesó en la sala de redacción y todos se pusieron alerta. Sin vacilar, González Toledo tomó una de sus tantas libretas de apuntes, escribió unos cuantos garabatos, se puso su sombrero de fieltro gris, su gabardina y salió apresurado de El Espectador que quedaba a tres cuadras del lugar donde había caído Gaitán. Lo acompañaba su colega Luis Elías Rodríguez.

Cuando González salió a la calle, reinó la confusión general. En la acera donde cayó el doctor Gaitán la gente se arremolinó. Un hombre pequeño cuya mueca de terror se hacía cada vez más evidente, había sido encerrado por un dragoneante en la Droguería Granada; era el asesino de Gaitán: Juan Roa Sierra. La turba enfurecida clamaba venganza; querían que el dragoneante y un sargento les entregaran a Roa para hacer justicia por sus propias manos. La gente vociferaba insultos y González Toledo gritaba con una voz débil: “-¡No lo maten, carajo! ¡Déjenlo vivo para esclarecer el crimen!”. Algunas personas, tomaban sus pañuelos para humedecerlos con el rastro que dejó la sangre de Gaitán en la acera. Nadie comprendía nada en esa tarde en la que caía una fría llovizna. La venganza era lo único que quería el pueblo.

En el instante en que cedieron las rejas de la Droguería Granada, Juan Roa Sierra fue presa de emboladores, loteros y de todo el que estaba cerca. Los puños llovían por doquier sumados a miles de patadas que se mezclaban con los más primitivos insultos. Los agentes de la Policía no pudieron detener el furioso linchamiento. Garrotazos, golpes con cajas de embolar y más patadas remataron a Roa quien fue arrastrado por toda la carrera séptima hacia el sur en dirección al Palacio de Nariño. González Toledo y su colega siguieron la mortal golpiza y no supieron en qué momento a Roa Sierra le amarraron dos corbatas al cuello.

No se sabe en qué instante murió el asesino de Gaitán ni cuántos fueron los golpes que le propinaron. Al final del macabro recorrido, el cadáver de Roa conservaba su ropa interior y las dos corbatas a rayas. El rostro estaba deformado por la golpiza y eran notorios gigantescos coágulos. Hombres de la turba gaitanista, se quitaron sus correas, amarraron el cuerpo de las muñecas y lo “crucificaron” en las rejas del Palacio. Un hombre no había podido morir con más dolor pensó González Toledo al recordar.

Después que la pequeña multitud cumplió su cometido de acabar con la vida de Roa Sierra, González Toledo se dirigió a la calle 12 donde quedaba la Clínica Central; allí dejó de existir Gaitán. Los galenos que hicieron los primeros pasos de la autopsia del cadáver del caudillo, no eran médicos legistas especializados en ese tipo de casos; en la Clínica, tampoco estaba el instrumental necesario para la operación según conoció González Toledo tiempo después al hablar con el doctor Yesid Trebert Orozco.  

Esa misma tarde junto a la Clínica Central, un funcionario del Juzgado Permanente de la calle 12 dijo a González Toledo que iban a hacer el levantamiento del cadáver del asesino. De inmediato, el cronista se unió al equipo forense. El cuerpo de Roa Sierra estaba tendido con un capote militar encima y en medio del más completo abandono; la turba seguía mientras tanto saqueando las joyerías, las cigarrerías e incendiando los edificios que encontraba a su paso. Los gaitanistas seguían cayendo a medida que se oía detonar la fusilería del Ejército y de la Policía, que desde puntos impredecibles acababa con la vida de todo aquel que estuviera dentro de un blanco alcanzable.  

Cuando hacían el levantamiento, en un dedo de Roa fue encontrado un anillo con una calavera sobre dos tibias cruzadas fundidas con una herradura. El dactiloscopista tomó de afán las huellas de los magullados dedos; no había tiempo para detenerse a analizar el cuerpo. Los disparos zumbaban sobre la cabeza de González Toledo y de quienes hicieron el “levantamiento” del cadáver que tuvieron que dejar en el mismo lugar. El Ejército y la Policía trataban de recobrar el control de la ciudad a balazos.

González huyó de prisa. Buscó la calle 11 y subió en dirección a la carrera cuarta. Al pasar por la Clínica Central vio a la gente aún esperanzada anhelando que algún médico anunciara que su líder no había muerto. Ya era tarde y tres disparos habían segado la vida de Gaitán. En medio de rostros compungidos y de llantos ineludibles, González Toledo siguió su veloz carrera hacia El Espectador. Tenía que atender a su más inmediato instinto periodístico. Encendió un Pielroja que fumó en el trayecto y miró que nadie lo estuviera siguiendo. Al entrar al Edificio Monserrate, González descansó. De inmediato se quitó su gabardina de color claro, se sentó en frente de su máquina de escribir Remington, organizó sus apuntes e ideas y se dispuso a escribir la que sería la primera crónica de los hechos del 9 de abril sobre el linchamiento del asesino de Gaitán.

El humo de los cigarrillos se mezclaba con el ruido de la máquina de escribir que González Toledo tecleaba a toda velocidad. El original de la crónica estuvo listo a las 3:30 p.m. Por puro instinto, el cronista regresó a la Clínica Central; la multitud seguía abarrotada sobre la calle 12. González, al no ver nada en el momento, regresó al periódico. A las cuatro de la tarde, el doctor Yesid Trebert Orozco anunció a la gente expectante que Gaitán había fallecido y que el cuerpo iba a ser velado en un lugar acordado por la dirección liberal. La noticia llegó a El Espectador en medio de dudas y confusiones pasadas las 4:00 p.m.

González Toledo regresó a la Clínica Central a eso de las cinco de la tarde mientras veía como la ciudad se desmoronaba ante sus pies. Los disturbios no cesaban y de todas partes disparaban. La gente estaba ebria en las calles y en sus manos tenían machetes, palas y varillas que habían robado de ferreterías. La entrada a la Clínica fue fácil para el cronista quien era bien conocido por dirigentes liberales de la época como Darío Echandía.

El cadáver de Gaitán yacía en una cama metálica en el primer piso; su cabeza estaba envuelta en gasa. El rostro de ‘El Negro’ tenía una mueca de ligero dolor; de desamparo. Según el parte médico, a la 1:55 p.m., había dejado de existir el caudillo del pueblo. La imagen del rostro inexpresivo de Gaitán sobrecogió tanto a González que de inmediato salió a fumar un Pielroja al patio trasero. En una de sus libretas quedó este apunte: “La muerte, dueña de todos los dominios del hombre, de la vida, respiración y pasos, ha sellado sus labios para siempre”.

Cuando fueron las seis de la tarde, González Toledo se disponía a regresar al El Espectador. Sin embargo, esa noche le pidieron que sirviera de testigo y mecanógrafo en la autopsia completa de Gaitán. Sin pensarlo dos veces, el cronista se situó junto al equipo médico que dio inicio a la inevitable operación. El cuerpo de ‘El Negro’ fue desnudado sobre la mesa metálica y en seguida un afilado bisturí recorrió su abdomen. Mientras la sangre emergía con lentitud, los doctores procedían a extraer las vísceras en búsqueda de los proyectiles y de su trayectoria. González Toledo escribía bastante nervioso todo lo que los médicos decían. Necesitaba con urgencia un Pielroja.

Un disparo atravesó el hígado de Gaitán entrando por la espalda. Otro, entró por el tórax izquierdo sin saber su rumbo exacto en medio de los afanes; nunca se pudo localizar el proyectil. Eran las 8:30 p.m. y aún no terminaba la autopsia hecha a la luz de la vela; el fluido eléctrico había sido perjudicado por los disturbios. Luego de esto, los médicos procedieron a realizar la trepanación –extracción del cerebro-.  Ya más concentrado, González Toledo no perdió detalle alguno de esta ceremonia de movimientos exactos. Las incisiones fueron precisas y las conclusiones también: un proyectil que había entrado por el occipital, dejó en el hemisferio izquierdo una hendidura de unos cinco centímetros. Luego de la trepanación, cada órgano de Gaitán fue depositado en un frasco de vidrio con alcohol.

A las 10:30 p.m., había terminado la “ceremonia”. Los doctores lucían sudorosos y silenciosos. De inmediato embalsamaron el cadáver del caudillo amortajándolo perfectamente. El doctor Yesid Trebert Orozco guardó los dos proyectiles encontrados. Al terminar su diligencia, González Toledo se dirigió al periódico protegiendo su vida en medio de las calles en las que ya había varios cadáveres tendidos y cientos de incendios que hacían ver a la ciudad como Roma cuando fue incendiada por Nerón. González Toledo y el director del periódico -Guillermo Cano-, subieron a la terraza del Edificio Monserrate a la media noche y desde allí, en medio de las voraces llamaradas hicieron un inventario de los destrozos. Los balazos y los lamentos no dejaban de recorrer las calles.

En relación al fatídico 9 de abril, Felipe González Toledo escribió muchas notas y asumió en pleno la investigación sobre el asesino Roa Sierra. Conoció con qué arma fue asesinado Gaitán y siguió varias pistas que lo llevaron a realizar numerosas hipótesis del magnicidio. Otros personajes fueron claves para comenzar a desentrañar el misterio. Las personas cercanas a Roa dieron numerosas pistas que fueron formando parte de las recordadas crónicas de González Toledo. Hasta el último día en que vivió el famoso cronista policíaco, emergieron de su mente cientos de recuerdos del 9 de abril que se desenterraron de sus amarillentas libretas de apuntes. Muchos interrogantes quedaron pendientes, pero González Toledo fue un apasionado periodista que puso en riesgo su vida por un ideal: la pasión de un periodismo bien hecho.

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